Hay momentos del año que no necesitan anunciarse. Se sienten. Se huelen. Se viven incluso antes de que lleguen. En Jaén, la Semana Santa no se presenta, se presiente. Porque cuando los días empiezan a alargarse, cuando la luz cambia y el aire trae ese aroma inconfundible de incienso, cera y azahar… sabemos que está a punto de comenzar algo muy nuestro.
La ciudad se transforma. Las calles del casco antiguo, tan llenas de historia, parecen despertar de un letargo invernal. Los balcones se visten de gala. Las aceras se llenan de sillas, de familias enteras que reservan su sitio para ver pasar lo que no es solo un desfile: es fe, es emoción, es tradición convertida en arte.
En cada paso, en cada nota de corneta o tambor, late el corazón de Jaén. Es ese temblor en la piel cuando se apagan las luces y suena el primer golpe de llamador. Es ese silencio que estremece cuando una saeta rompe la noche. Es la mirada de los niños que, con los ojos como platos, descubren el misterio de una imagen iluminada por velas. Es la lágrima de quien recuerda, la oración de quien espera, la promesa de quien sigue creyendo.
La Semana Santa de Jaén no se entiende sin la gente. Sin los costaleros que lo dan todo debajo del paso. Sin los penitentes que caminan en silencio, cargando historias que no se cuentan pero se sienten. Sin las bandas que ensayan durante meses para que todo suene perfecto. Y sin ese pueblo que se echa a las calles, que se emociona, que se entrega año tras año como si fuera la primera vez.
Este 2025 no será diferente. O sí. Porque cada Semana Santa es única. Aunque conozcas cada recorrido de memoria, aunque hayas visto pasar a tu cofradía cientos de veces, siempre hay algo que se renueva. Tal vez sea la emoción de volver a vivirlo, o simplemente la necesidad de reconectar con lo esencial.
Así que sí, Jaén ya huele a Semana Santa. Y no hace falta decir más. Basta con abrir bien los sentidos y dejar que esta ciudad te envuelva. Porque aquí, la pasión no se explica. Se vive.