En los días oscuros de la Reconquista, cuando las murallas de Jaén se alzaban como guardianes silenciosos de un reino dividido, el rey almohade Omar era conocido no solo por su destreza en el campo de batalla, sino también por su encanto irresistible. Casado con la hermosa y noble Zoraida, su corazón, sin embargo, era un mar inquieto. La rutina del poder y los deberes del reino lo llevaron a buscar consuelo en otros brazos.
Una noche, mientras la luna bañaba la ciudad con su tenue luz, Omar se escabulló de su alcoba real. Sus pasos lo guiaron al pilar de Caño Quebrado, un lugar escondido entre la espesura, donde el agua corría como susurros de secretos. Allí lo esperaba otra mujer, de ojos oscuros y mirada hipnotizante. Las sombras eran sus aliadas, y solo el murmullo del agua era testigo de su amor prohibido.
Los soldados de la corte, astutos y leales a Zoraida, pronto descubrieron las escapadas nocturnas de su rey. Sabían que la verdad podría destrozar el frágil corazón de su reina, así que urdieron una mentira: cada vez que Omar salía, le decían a Zoraida que su esposo debía atender asuntos de estado, reuniones secretas que no podían ser pospuestas. Zoraida, confiada y enamorada, aceptaba la explicación con la dulzura de quien no imagina traición.
Pero el destino, cruel y caprichoso, tenía otros planes. Una noche, Omar no regresó. Preocupados, los soldados descendieron al pilar, donde encontraron su cuerpo sin vida. Su rostro, antes lleno de vigor, reflejaba ahora una paz inquietante, como si el agua misma hubiese robado su último aliento. El pilar de Caño Quebrado guardó silencio, fiel a su eterno pacto con el misterio.
Temerosos del impacto que la noticia podría tener en la frágil Zoraida, los soldados tejieron una nueva mentira: Omar había partido en un viaje urgente y desconocido. Pero los días se hicieron semanas, y las semanas, meses. Zoraida, desesperada por la ausencia de su amor, comenzó a descender cada noche al pilar. Sus manos acariciaban la piedra fría, y sus ojos, humedecidos por la espera, buscaban entre las sombras algún rastro de su amado.
«Volverá», se repetía a sí misma mientras sus lágrimas caían al agua, mezclándose con la corriente. Cada noche, su figura se perdía entre la penumbra, hasta que una fatídica madrugada, Zoraida no regresó al amanecer.
Los soldados, consumidos por la culpa, bajaron al pilar. Allí, entre el murmullo del agua y el silencio de la muerte, encontraron a Zoraida. Su cuerpo yacía junto al de Omar, como si el amor que los separó en vida los hubiese reunido en la eternidad.
Desde entonces, dicen que las noches de luna llena, cuando el silencio se apodera de la ciudad, una figura envuelta en un manto blanco vaga por los alrededores del pilar, esperando en vano. Es Zoraida, quien, con su eterno lamento, ha convertido sus lágrimas en un manantial eterno: el manantial de Caño Quebrado.
Aquellos valientes que se atreven a acercarse al pilar en esas noches aseguran escuchar sus sollozos y ver el reflejo de Omar en las aguas. Ambos condenados, no por la traición, sino por un amor que no pudo escapar del destino.